Contribución especial para el blog RIPeHP de Amalio Blanco Abarca – Universidad Autónoma de Madrid.
Hay un acuerdo generalizado entre los historiadores del pensamiento social en cifrar el nacimiento de las ciencias sociales en la confluencia de la crisis del individualismo, que se venía gestando desde la publicación de la Crítica de la razón pura, con acontecimientos como la revolución francesa y la posterior revolución industrial, capaces de sacudir sin contemplaciones los cimientos de las sociedades occidentales, firmemente asentados desde el Medioevo tardío sobre la creencia en la naturaleza insondable e inmutable del orden social, en la herencia divina del poder político, sobre todo de la Monarquía, en la supremacía de la persona sobre cualquiera de las formas que adquiere la vida social y en la consideración del ser humano como una “criatura divina”.

Comte, Marx, Durkheim y Weber empezaron la demolición de un edificio con pies de barro levantado sobre el sometimiento de las masas a la ignorancia, el fanatismo religioso y la violenta represión con la que se empeñó el poder político en mantener, en estrecha connivencia con el poder religioso, un orden social injusto y devastador contra los derechos más elementales del pueblo sencillo, de las mayorías populares, como diría el propio Martín-Baró. Aquellos clásicos del pensamiento social realizaron su trabajo crítico desde posiciones ideológicas y posturas teóricas claramente divergentes, pero convergiendo en algunos supuestos que resultarían capitales para el futuro de las ciencias sociales: a) su innegociable convicción de la naturaleza construida del orden y la estructura social; b) su honda preocupación y desasosiego por las devastadoras consecuencias que algunos de sus aspectos (los cambios en el modelo de producción en concreto) estaban acarreando para millones de personas; c) su decidida apuesta por tomarse en serio el estudio de los hechos sociales –la pasión por la realidad- y por aproximarse a ellos con herramientas teóricas y metodológicas ajenas al dogmatismo religioso; d) su postura crítica respecto a aquellas formas y modalidades de lo social, tanto su dimensión de acontecimiento colectivo como de acción –en el sentido weberiano- interpersonal, que llenan el mundo de víctimas; y e) su compromiso con el cambio. No es posible entender la ciencia social en general, la Psicología en particular y mucho menos la Psicología social, al margen de estos supuestos. Cuando se ha intentado prescindir de ellos, hemos vuelto a la huera especulación retórica, a un dogmatismo metodológico parejo con el más rancio fanatismo religioso, a confundir la realidad con lo que pensamos de ella, a prescindir de las víctimas haciendo el juego a un sistema que las produce en cantidades cada vez más alarmantes.

Sin embargo, y como su mismo nombre indica, el realismo crítico de Ignacio Martín-Baró bebe y se inspira de manera decidida en estas fuentes. Lo hace de manera directa (sus referencias a Marx y a Durkheim, por ejemplo, son constantes) y mediatizado por la influencia de la teoría crítica de la Escuela de Frankfurt, de la teoría socio-histórica de Vygotski (tan presente, por ejemplo, en sus decisivas aportaciones al estudio de la violencia, del fatalismo y de la salud mental) o, de manera mucho más evidente, por la teología de la liberación. Siguiendo su huella, es posible trazar una nítida línea de continuidad que transita a lo largo de casi doscientos años caracterizada por algunas propuestas que merece la pena volver a recordar. Como en el caso de los “titanes del periodo 1830-1900”, en expresión de Robert Nisbet, la realidad se convierte para Martín-Baró en principio epistemológico (“la principal fuente de luz –había escrito Ellacuría- es la realidad”) al ser el punto de partida y de llegada del quehacer de la Psicología como ciencia y como profesión. No son las teorías las que han de definir los problemas (idealismo metodológico); son éstos los que deben guiar la teorización. No es la “ortodoxia”, la fidelidad a una teoría, la que debe estar al frente de la intervención, sino la acción.
Es por eso que la Psicología de la liberación “no es una tarea simplemente teórica, sino

primero y fundamentalmente una tarea práctica” que tiene como objetivo el cambio de aquellas condiciones que condenan a la pobreza, a la desigualdad, a la exclusión y a la violencia a grandes capas de la población con la excusa de la voluntad de algún Dios, de los imperativos del sistema, de las necesidades del proceso productivo, de la seguridad nacional, de la lucha contra los enemigos de la patria, etc. Todas ellas son excusas (“mentiras institucionalizadas”, reitera Martín-Baró) para seguir manteniendo y justificando la existencia de un orden social que mantienen oprimidas, marginadas, explotadas y heridas a grandes capas de la población. Frente a esa realidad no caben medias tintas, ni estudiadas posturas de asepsia porque “resulta absurdo y aun aberrante pedir imparcialidad a quienes estudian la drogadicción, el abuso infantil o la tortura”. No es posible la asepsia porque hay una conexión entre el Yo y el mundo, entre la biografía personal y la historia social; hay una continuidad entre condiciones sociales, experiencias psicológicas y estructuras cognitivas, de modo que, por ejemplo el fatalismo, más que un rasgo psicológico, es, según el análisis de Martín-Baró, la aceptación resignada de la dominación social. En la misma línea de pensamiento, la patología personal “no es ajena a la historia ni a la sociedad”, de suerte que, en muchos casos, lo que ocurre con y en el individuo, lo que piensa, lo que siente y lo que hace, “no se encuentra sino en la colectividad” o en la “dialéctica de las relaciones interpersonales”.
Cuando se ignora la realidad de las estructuras sociales reduciéndolas a mera retórica interpretativa personal terminamos por reforzar las estructuras existentes con sus injusticias, sus desigualdades, su violencia brutal contra “los miserables y los desheredados”. Esa realidad como principio epistemológico tiene tres características primordiales: a) es, en primer lugar, una realidad “real” que se sitúa fuera de la mente de las personas: “en Centroamérica, la mayor parte del pueblo nunca ha tenido satisfechas sus necesidades más básicas de alimentación, vivienda, salud y educación”; b) es una realidad victimaria, una realidad “pletórica de vida, pero una vida preñada de muerte”, y c) es una realidad que se impone de manera avasalladora, “una realidad social, externa y objetiva antes de convertirse en una actitud personal, interna y subjetiva” (el fatalismo). En el intento por desenmascararla, por poner al descubierto las falacias que la justificaban, por denunciar las mentiras que la perpetuaban y por señalar las víctimas que se cobraba, aquel vallisoletano de nacimiento y salvadoreño de corazón que fue Ignacio Martín-Baró firmó su sentencia de muerte.

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