Por Bruno Jaraba
Para Martha Restrepo, quien como de costumbre lo hizo posible.
“Ahora es la hora de recostar un taburete a la puerta de la calle y empezar a contar desde el principio los pormenores de esta conmoción nacional, antes de que tengan tiempo de llegar los historiadores” – Los funerales de la mamá grande
Entonces no lo sabía. Aquel bachiller oriundo de Aracataca, pueblo de la zona bananera de la costa caribe colombiana, egresado del Liceo Nacional de Zipaquirá el año anterior y que ahora aspiraba a ingresar a la carrera de Derecho en la Universidad Nacional de Colombia, no podía saber que su talento literario y su voluntad de hacerse escritor prevalecerían sobre los deseos de su padre de verlo abogado.
No podía saber, cuando iniciaba su primer año de Derecho y descubría al leer a Kafka que la literatura podía mostrar lo fantástico de lo real, tal como hacía su abuela, doña Tranquilina Iguarán, con cualquier episodio de la vida cotidiana, que pronto vería su primer cuento publicado. Lo había enviado al diario capitalino El Espectador como respuesta a la queja de Eduardo Zalamea, director del suplemento cultural de ese diario, de que en Colombia no había cuentistas. Al ilustre intelectual le impresionó tanto el vuelo imaginativo, la calidad del lenguaje y la libertad frente a los cánones vigentes de la literatura colombiana de ese relato primerizo, que decidió publicarlo el siguiente sábado.

La historia, la violenta historia de su país contribuiría a sangre y fuego a su propósito. 9 de abril de 1948: el popular caudillo liberal, Jorge Eliécer Gaitán cae asesinado. La insurrección se desata en todo el país, la Universidad es cerrada indefinidamente y el joven estudiante de Derecho, ahora también prometedor cuentista, se traslada de nuevo a la costa caribe para continuar estudios en la ciudad de Cartagena. Sin embargo, ya el mal estaba hecho: su publicación lo había dado a conocer en los círculos literarios de la costa y pronto sería reclutado como reportero por los diarios locales, primero El Universal, de Cartagena, después por El Heraldo, de Barranquilla, donde por varios años mantendría una columna titulada La Jirafa, firmada bajo el seudónimo de Séptimus.


Aún entonces no sabía, no podía saber, que lo que aprendía en esos días frente a máquinas de escribir y en esas noches frente a vasos de ron, estaba nutriendo una obra que llegaría a ser aclamada en el mundo entero. Nada más lejos de su ambición cuando se encontraba con sus amigos Germán, Álvaro, Alfonso, Alejandro y los maestros José Félix y Ramón, para hablar de literatura en las mesas de madera tosca de La Cueva, lugar de reunión de todos ellos (y ocasionalmente de la rebelde artista Cecilia Porras), pues su propietario, Eduardo Vilá, no les exigía moderación ni decencia en sus conversaciones, como tampoco pago al contado.
No podía saber que, enviado a Bogotá como corresponsal, El Espectador, aquel periódico que publicara su primer cuento, le haría una oferta que aceptaría enseguida, pues entre otras cosas le aseguraba poder casarse con su novia de toda la vida, Mercedes Barcha. El diario lo contrató como redactor de planta con un salario de $800. Sería esa la tribuna desde donde su escritura se daría a conocer a todo el país, condensada en crónicas tan memorables como Relato de un Náufrago o De viaje por los países socialistas, producto esta última de su trabajo de corresponsal en Europa. Durante ese periodo publicaría sus tres primeras novelas y varios cuentos. Con el tiempo seguiría viajando, escribiendo, publicando, tendría hijos, dos, se radicaría en México, trabajaría para la prensa, el cine, la publicidad, hasta que una mañana dominical, mientras se dirigía en su coche a la playa con su esposa y sus hijos, sobrevendría la revelación que le haría girar en U, volver a toda marcha al DF, llegar a su apartamento, encerrarse en su estudio, insertar una página en blanco en la máquina de escribir y teclear: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento…”.

Nada de esto sabía entonces el aspirante identificado por la Sección de Psicotecnia de la Universidad Nacional de Colombia con el número 10765 para la presentación del examen de admisión a Derecho. Afortunadamente para él, para la literatura, para todos nosotros, la normatividad de la Universidad tampoco permitía que supiera sus resultados en detalle. De lo contrario, al observar que había obtenido una alta puntuación en el Army Alpha, prueba de inteligencia diseñada por el ejército norteamericano para clasificar soldados, quizá hubiera decidido seguir los pasos de su venerado abuelo, el coronel Nicolás Márquez Mejía. Y si hubiera recibido consejo de Mercedes Rodrigo, psicóloga española a cargo del examen, posiblemente ella le hubiera hecho desistir de sus ínfulas de escritor, pues él, que dio al mundo tantas palabras deslumbradoras, imprescindibles, memorables, sólo había logrado alcanzar una puntuación apenas mediocre en la prueba de memoria de palabras.